- Empecé la parte en que converso en voz alta conmigo mismo. Paso mucho tiempo solo.
- ¡Entiendo a Alejandra Pizarnik! es una revelación de lo máximo y lo más. Pero es que
"Mi desnudez te daba luz como una lámpara. Pulsabas mi cuerpo para que no hiciera el gran frío de la noche, lo negro"
(23 de Noviembre del 69, hace 44 años, ¡ella lo dijo!)***
No puedo dejar de ver al universo como una promesa, y no he llegado a consenso en el congreso de mi mente si esto es o no congruente con mi marco teórico. Case in point:
Nuevamente el Ciclo de Conciertos del Municipal. Vino Itzhak Perlman (el paso siguiente es llamarse Shylock, supongo), y tocó a Tartini. O sea tocó un montón de cosas, y al final el público bramaba con sus bagatelas hechas a la velocidad del sonido, pero él, yo, y algunos cuantos de la sala lo teníamos más que claro: había venido a tocar a Tartini.
Sublime. Él, su violín, un piano que acompañaba como una sombra, hasta el momento del "libre", en que construyó una armonía a punta de arpegios sentidísimos... pero divago. Seis o siete asientos a la izquierda, había una colorina (prefiero esa palabra diccionarios completos antes que pelirroja... y sí, acuño "diccionario" como medida de preferencia lingüística), de alrededor de 35 años. Preciosa. Tenía un cuello de por lo menos 25 centímetros. Hipnótico. Los músculos eran como cuerdas tenuemente disimulados por la piel, blanca y tersa...
Desapareció como por magia al finalizar la función, añadiéndole carga a mi cerebro para no asumirla simplemente como una aparición sobrenatural.
Pero lo que queda: El universo promete y promete, y cumple como un desaforado: Más belleza, más belleza, más emoción, más fuego, un torbellino asombroso que arroja volando las cenizas ardientes que me caen frente a los ojos y me anonadan. Pero mirando a la colorina me di cuenta que los dos caminos son posibles: Correr como algo en la noche que corre, correr porque hay que correr y la luna grita en el cielo, y dejar que el tornado de fuego arroje sus rayos hasta quemarme al final,
o parar. Detenerme, y dejar de ver, y que los ojos se vuelvan hacia dentro, hacia una mano tibia que tomo y que me toma.
Parece que quiero eso último, pero es tranquilizador que, sea lo que sea, el universo se pone siempre con todo, como un anfitrión que goza armando el carrete.