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17 de abril de 2013

Diálogo

Mahler. Si los románticos son como una comunidad de adolescentes superdotados en la composición, digamos unos X-Men musicales, Gustav Mahler sería el profesor Xavier. Mahler compone desde el equilibrio, desde la madurez, y le achunta con todo.
Hoy, 08/04 (todo este texto es un largo post-Scriptum), la Sinfónica de Santiago rindió la Sinfonía nº 4 en G. A la más putera perfección. Mahler no se queda chico con nada. 6 cornos, 4 accesoristas, clarinete normal y barítono, 3 fagots y un holy motherfucker contrafagot, 7 contrabajos, 10 cellos, 4 traversas, 3 oboes y un oboe bajo... en fin, para que sonara de todo en todos lados, mientras se iba llenando el proscenio yo me excitaba más y más, a fin de cuentas, con esa línea absurda de instrumentos bajos el asunto iba a sonar en super dolby ultra surround sound y eso me encanta.
No estaba preparado para lo que venía. La cuarta sinfonía de Mahler es una reinvención de lo que es posible en el diálogo orquestal. Está todo hecho, todos conversan con todos en un acierto en el que nada sobra, nada queda por decir, los cornos con los oboes (genio!), los bajos con los violines, las flautas entre ellas, aparecen instrumentos solistas sobre las líneas de su cuerda, aparecen solistas que se roban las líneas de los otros solistas, aparecen bloques enteros que se roban la línea del solista... uff. Todo esto podría remitirse a una poderosa aseveración de principios, un statement comparable a lo que es Parra en la poesía, pero Mahler llega mucho más allá porque sobre el entramado de esta tesis, genera una de las obras más sublimes nunca hechas, válida no sólo por lo que supone para el resto de las obras, sino por su poesía interna.
La cuarta es genial; pero el único adjetivo que le es más superlativo que su genialidad es su hermosura. Hay una bajada de los cornos sosteniendo a las maderas (solos, sin nadie más) en el segundo movimiento que es ridículamente bello. El cuarto movimiento me empapó los ojos montones de veces. Tuve que salir a comprarme la grabación (Leonard Bernstein en la batuta). Acá la tengo al lado mío.

Después de este exordio, algo sobre diálogos tendría que decir. Pero estoy justamente del otro lado; en un alto de silencio. El diálogo, ese logos salido de dos que construyen mutuamente, no está; y oscilo entre una total paz y una irritabilidad sulfurosa al respecto. Extrañamente, ha aprendido a que Santiago me devuelva la tranquilidad, con sus parques, sus islas de verde.

No sé hacia dónde moverme, ni qué esperar; no sé siquiera si se debe esperar algo. Lo que sí parece estar sucediendo es que muy de a poco está pariéndose ese verbo alterno, esa espera que está viva, esa espera que es en sí misma acción.