Dejemos de lado a las gordas mórbidas. Dejemos de lado a las diabéticas que no se cuidan, que creen que la salud es un maná que brota de la tierra y no tiene nada que ver con sus acciones. No pensemos un momento en esas viejas cachenchas polisintomáticas que no necesitan un doctor, necesitan que las quieran.
Si nos abstraemos de eso, los turnos sí son lindos. Porque pese a lo que el lector conocedor pudiese pensar de mi persona, hay pocas cosas más lindas que un recién nacido llorando con ganas, y el momento en que su simiesca y peluda cabeza aparece por algún orificio para saludar al mundo. Porque las embarazadas fisiológicas, esas que subieron de peso sólo por su guagua y su útero y no por antojo constante de completos, sí tienen esa aura beatífica, esa belleza sublime y reposada que dan ganas de hacerles cariño.
Ahí está el peligro, claro.
Porque es muy fácil mirar el estilo de vida de estos sujetos y decir son unos idiotas, cómo es posible que estén tan desesperados por la plata que estén dispuestos a trabajar de noche una vez a la semana. Pero es que el gran secreto es que no lo hacen por dinero. Lo hacen porque les gusta. Y me doy cuenta porque también lo siento. Porque uno llega a generar una pequeña mitología de uno mismo, un personajillo agradable al que le gusta representar, porque lo ha ido construyendo con esmero, condimentándolo con pequeñas perlas que profesores significativos aportaron, o sutiles aprendizajes que sólo eran obtenibles por experiencia; porque es agradable llamar a las pacientes y decirles en qué te ayudo, sonreír como promotora de vinos y desconcertarlas un poquito con un trato infinitamente amable que desmiente esas urgencias de un paciente tras otro y el trato maligno de los otros laburadores de la salud. Porque es rico recibir, escuchar, diagnosticar, tratar, y al final el premio de sentir que la paciente está resuelta y no sólo está resuelta: se siente resuelta.
Debe ser fácil, debe ser canallamente fácil pisar el palito y hacer los turnos. Porque la sensación es de pasarlo bien; porque es entretenido hacer camaradería con un grupo de personas que vibra con las mismas cosas que tú. Porque hay que tener una convicción férrea para decir No. Yo lo veo, lo veo y le hago el quite, me escapo, pero qué fácil sería vender un ratito del espacio personal, acceder a cambiar un poquito del plan original y hacer el turno, y tener la especialidad médico quirúrgica, total, la estadística dice que me caso con una doctora y seguro me entenderá, tú sabes, el turno.
Si la decisión fuera entre la plata y el bienestar, como yo creía que era, sería mucho más fácil. Pero la decisión es entre dos tipos de bienestar. Entre un bienestar reposado, natural, y ese otro bienestar, el bienestar del bicho activo, el bienestar del cerebro, el bienestar del que ama lo que hace.
Decidir siempre es botar algo que te gusta, en fin de cuentas,