La generación de mis padres quería cambiar el mundo. La de los padres de mis padres, quería inventar cosas que cambiaran el mundo. La de sus padres, estaban muy ocupados descubriendo cómo funcionaban las cosas. Y antes de eso no hay nada, son esas pocas gentes que gobiernan y se dedican a conquistar el mundo, mientras todo el resto se conforma con – a veces – comer.
Cosas que uno podía soñar, cosas por las que uno podía vivir, empujar, guerrear una vida por. Ya no creemos en esas cosas, nosotros, los niños del milenio. Estamos – lo sabemos indefectiblemente – bien alimentados y vestidos. Y entonces salgo a la calle y camino y siento el viento y sé: No tengo nada que hacer. No se puede cambiar el mundo, me enseñaron que hay cosas más importantes que devotear una vida al estudio y el descubrimiento – la familia, el autodescubrimiento, la realización personal, la religión, that stuff –, hay tanto para inventar que no es gratificante inventar nada. Sabemos descreer del seductor engaño de la individualidad entronizada: no somos nadie, y no le importamos ni importaremos a nadie sino a nosotros mismos.
Y así está bien.
A veces hace falta una guerra gigante que acabe con todo y haya que partir de nuevo, preocupado de tener un trozo de algo que comer mañana. No una guerra cagona que deje las cosas a medio morir saltando; no, una weá monstruosa que devaste todo.
Algo que nos dé motivos. Razones para despertar cada mañana, y salir, y caminar, y sentir el viento.