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Y este es justamente el gran cinismo del arte. El gran olvido. A varias escalas. La primera, la más obvia, es la eterna cuestión del origen; ¿de dónde la regla? Forzosamente es un producto humano, y no hay producto humano que no sea hijo de la experiencia, la vivencia particular. Claro, de esta última palabra se cuelga la norma para existir, su motivo y obsesión, abolir lo particular para celebrar la uniformidad de lo general. De lo universal. Pero es iluso concebir la norma sin el proceso inductivo que la genera. ¿De dónde, entonces, en hacer de la vivencia analítica del arte un proceso deductivo? Pareciera un sinsentido desvincularse así de la vera raíz de lo artístico.
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Por otro lado, tenemos el tema del “durante”. La experiencia artística permanece (hágase la excepción – y sólo quizá[1] – de la literatura) dentro del campo de lo sensorial, y como tal, depende de un set de herramientas aprehensivas que sufren transformaciones y desarrollo. La neurociencia ya nos ha enseñado que se debe aprender a ver, por ejemplo; pero ya sabemos también (y de mucho antes) que debemos aprender a mirar. La experiencia artística es así ante todo mediata, entre un dispositivo sensorial, para luego un dispositivo decodificador, para luego un yo sensible. Hasta ahora esto pareciera concordar con la necesidad de norma, de convenio, de generalidad, que permita soslayar las imprecisiones, los vicios de formación de estos dispositivos; y además, que sirva como herramienta de búsqueda, en cuanto es un fiel tutor para enseñar a mirar. Sin negar su utilidad en estos aspectos, la generalidad contravendría aquí el proceso artístico de retorno que se describía más arriba, esta “danza de los símbolos” que es a fin de cuentas lo que permite que el arte no se agote jamás (pese a estar repetido, pese a que el hombre mismo se repite y no hay nada nuevo bajo el sol). A un mirador entrenado en un esquema, una concepción, se le escapan las propiedades emergentes de los objetos si aplica el moldecito en forma demasiado rígida (implícito en esto, está la demanda, la necesidad de un artificio que permita incluir eso otro en la experiencia, aquello que aguarda en la sombra misma del conocimiento, eso que hace al artista un hacedor de arte, esa novedad por remezcla que no se entiende hasta épocas enteras después. Vidas enteras después. Y es obvio que lo que trato de proponer aquí es eso, una alternativa al “desde”: Un “Yo”).
[1] Considérese en lo que se ha convertido la “Experiencia Libro” en esta era de la reproduciblidad. Todas las formas de bellas artes tienen en su origen una actividad funcional; en la medida en que se lograron desprender de ella, lograron hacer que su vehículo se convirtiese en parte del arte mismo. En el caso de la literatura, estamos asistiendo al momento en que el libro deja de ser un vehículo “conveniente”, pero no muere, pues es un vehículo hermoso.
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