Cuando cursaba el 2º medio, mi profesora María Lorena Araya tuvo la lindura de regalarme los Sonetos y La Violación de Lucrecia, de Shakespeare, en inglés. En su momento el regalo pareció excesivo, pues claramente mi inglés proviniciano no estaba preparado para leer el cúlmen de toda esa lengua.
Sin embargo, el profundo agradecimiento vino años después, cuando cogí el libro nada más por curiosidad y pude enfrentarme a lo que en algún momento leería descrito - acertadamente - como el "vigoroso, muscular endecasílabo inglés". Probablemente en esa primera lectura perdí, siendo optimistas, la mitad del contenido de lo que leía; pero la música estaba allí, abierta ante mis ojos, fascinándome y cambiándome por dentro.
Tuve que conseguir obras a texto enfrentado para comparar, para extraer vocablos oscuros, para ordenar ideas supeditadas dentro de ideas supeditadas que escapaban a la capacidad de trabajo de mi fascículo arquato cuando se trata de una lengua no materna.
Y así fui aprendiendo a leer poesía en inglés, pero también fui aprendiendo a leer a los traductores de poesía.
Toda traducción es reescritura, claro. Pero también es pérdida. Algo hay que privilegiar, y sangre debe correr por las paredes del altar transfigurador de la transliteración (so many t's there!). Fui viendo que algunos preferían conservar el verso y el ritmo (notables fueron unos sonetos endecasílabos traducidos a sonetos alejandrinos, justificadamente para conservar el contenido sin sacrificar el verso y forma, que me introdujeron simultáneamente a este tipo de traducciones, y al verso alejandrino: Falaquera, con Shakespeare); otros jugaban su ser por el lenguaje, la precisión del término, la exactitud del fondo.
Otros, pocos, los más sutiles, los más - si se quiere - modernos, intentaban la mucho más difícil idea de traducir el tono, el ambiente, el modo (Eduardo Iriarte lo logra con Auden).
Por eso mi alegría fue vasta cuando, al decidir emprenderla contra el americas gigas, contra el viejo de plata, Whitman, encontré traducción por Borges. No es novedad para nadie que me gusta Borges. Le tengo cariño. En palabras del mismo Whitman, They did not love him by allowance, they loved him with personal love. Como narrador es fundamental. Esa sensación de yo he pensado esto pero no sería capaz de escribirlo así sucede con Jorge Luis más fuertemente que con cualquier otro. Pero como poeta es... fome. Fervor de Buenos Aires no es un libro imprescindible en una biblioteca poética como sí lo es El Aleph en una de cuentos.
Pero como traductor poético es pésimo.
No hay respeto estricto por el contenido; no hay respeto por el ritmo, por la longitud del verso, por el peso del verso, en una poética que se pasa por la raja la rima y la métrica. No logra atrapar el tono. Y como si esto fuera poco, se aroga la licencia de mitigar en ciertos pasajes las licencias amatorias de un autor que, si hemos de creerle al pie de la letra, le hace de chincol a jote. Imperdonable.
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¿Qué decir sobre Whitman mismo? Song Of Myself es excesiva. Es programática, es cadenciosa, es absolutista. Conceptualmente, incluso Ideológicamente, es un salto adelante de un siglo, no se puede negar ni discutir. Aborda las problemáticas de MIS contemporáneos cuando apenas se empezaban a gestar en los suyos. Y lo hace con un optimismo, con una certeza, que solo corresponden al profeta iluminado. Pero el texto mismo, el objeto bello, cansa. Satura. Hay que cerrar el libro no por emoción, no por epifanía, ni siquiera por la necesidad de digerirlo, sino que por tedio.
No niego los chispazos. Cuando Whitman escribe un texto perfecto (Starting from Paumanok), es perfecto: arrebatador, total, con un ritmo obligante y unos versos completamente autónomos y un crescendo exacto. Pero no es el grueso de Leaves of Grass. Aún no lo termino, vamos a ver qué sorpresas me depara.