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11 de marzo de 2011

Crónica

El cine estaba oscuro, como corresponde a un cine, y en el fondo lánguida se deslizaba la película que era más una buena justificación para disfrutar la banda sonora (dos nominaciones, un premio). Se podría decir que éramos un grupo de gente temeraria; habíamos decidido llegar a nuestra cita cinéfila en la sala Condell pese a las advertencias de Tsunami, total, al SHOA ya no le creemos nada, y la prensa internacional ya había dado la famosa ola por nada más que un soplo sobre el Pacífico.

No me veía las zapatillas en el fondo de las butacas, cuando la sirena empezó a aullar. Unas cuatro personas se levantaron de inmediato, como conejitos asustados. El resto nos lo tomamos con más calma (era un cuarteto de cuerdas justo en ese momento, en una toma en plano americano con un fondo de la ciudad en colores fríos, casi puro azul), como un evento surreal. En cierto modo nos metimos a la pantalla, a vivirlo desde el lado de allá.

Ahora sí me veía las zapatillas, y lamentaba vérmelas, zapatillas lindas mojadas con agua de mar, se van a demorar cuarenta mil días en secar, pensé. Uno piensa banalidades en momentos así. Es más natural, las cosas chicas con las cosas grandes, no dejar nada entre medio, la ola y las zapatillas, ¿estaré en peligro? con ¿irán a pasar de nuevo la película el próximo viernes para verle el final?

Corríamos cual Jesuses apócrifos sobre el agua a la escalera que queda en la plaza de los sueños (yo no le puse el nombre, period): la ola no es como una ola, no es lo que nos tienen acostumbrado en, válgame la sincronía, las películas. Es más bien como si se hubiese roto el water, el agua sube lenta, como oleosa, como si alguien hubiese hecho un hoyo en el piso y saliera y saliera agua, y no se fuera a acabar nunca.

Cuando llegamos ahí una persona empezó a gritar que no estaba su amiga.
Y ya me cansé de inventar.