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12 de octubre de 2013

La muerte y sus festividades

Ya ha pasado un tiempo prudente desde la muerte de X. X era padre de S., con quien recibí lo que en los libros de más de 50 años se llama "el bachillerato" o "cursos superiores" y hoy se llama no más "la media", como si todos necesitáremos lo que viene después de la mitad y que vendría siendo el final (mientras redacto eso me doy cuenta que podría abordarse al revés, que la media es justamente lo que "la media" necesita); por lo mismo, cabe en el grupo - por ahora de un solo miembro - de papás que se han muerto en mi generación.
Flaco, japonés, experto en funerales.
Jugador de Go. Nobel de Literatura.
Contrario a Yasunari Kawabata, no soy flaco, no soy japonés, y no soy un experto en funerales. Es más, me patean los funerales. Discrepo de ellos a todo lo ancho. Criado en el seno de una familia que trata de encontrarle sentido hasta lo más mecánico de cada rito, siempre me fue enervante esta cosa de reunirse en torno a un cadáver (¿no que creen en el alma?) para consolar a los deudos (que no tienen un respiro tratando de atender a los asistentes, y no les queda espacio para su duelo). Me he saltado chorrocientos funerales con las excusas más variadas - y muchas veces, sin excusas - por lo mismo.
No pude hacer lo mismo en este caso (me debe haber pillado volando bajo) y fui. Al principio, con el mismo contrariamento habitual. Pero justamente como ando en la onda del análisis intersubjetivo, tratando de desprenderme de la idea de lo ideal, y toda esa vaina, pude acercarme al proceso desde una óptica un poco más gentil.
Los funerales son eventos sociales. Son un montón de perros oliéndose las colas en torno a un suceso - la muerte - que te recuerda las redes sociales a las que suscribes. Es correcto. Lo discrepante es el rito religioso, que no logra aunar el discurso rancio de la esperanza en la vida eterna con el discurso aún más rancio de la salvación con el discurso ya definitivamente lleno de hongos de la piedad y el dolor sublimado; Pero devolverle a la muerte su situación de suceso vital, lo convierte en un acontecer de la comunidad. Cosa curiosa, el acto más privado que le puede pasar a alguien (morirse) en el mismo instante en que ya no lo puede compartir con nadie, se traspasa al grupo, al todos, y eso lo completa. 

Socializado así, morirse pierde toda esa carga alevosa que le trae la sensación de chucha, esto se acaba para recordarte que lo importante son los canapés, el aguardiente, y juntarse de vez en cuando, sea el motivo que sea, porque la vida viene así, de varios colores.

—Hay mosquitos —dijo ella de pronto, y se puso de pie y sacudió las faldas de su kimono. En la solitaria quietud del bosque ni uno ni el otro tenían algo que decir. (Kawabata)